domingo, 16 de octubre de 2011

Sobre la estupidez humana

El otro día sentado en no sé dónde escuchaba a dos chicas hablar. Ella hablaban más con la mirada que con la palabra pero aun así lo poco que pronunciaban lo hacían casi en susurros para evitar que oídos indiscretos formasen parte de sus pensamientos.

Hablaban sobre ellos, sobre algún infeliz que por un motivo u otro les quitaba el sueño. Al enumerarlos pasaron pronto de ciertos individuos que les proponían beberse los mares por ellas mientras miraban a otra. La experiencia les había hecho dejar de creer en promesas que no se pueden cumplir, y menos cuando el individuo en cuestión no está dispuesto a hacer más que hablar.

Pronto la conversación cambió, incluso ellas lo hicieron. Se volvieron más cautas, miraban a su alrededor con cada palabra que salía de sus labios y entre frase y frase dejaban un silencio mayor, como valorando si lo que se decía era de la manera más adecuada. Los hombres de su conversación habían calado en ellas algo más hondo que los anteriores, no hacía falta escucharlas, con sólo mirarlas se demostraba.

Su conversación derrochaba incongruencias. Pocas eran las palabras amables que recibían los sujetos en cuestión, pero a su vez, nadie podría hablar con más cariño sobre ellos que las dos chicas que se asomaban a los ojos de la otra en busca de ellas mismas.

Siendo la primera vez que las veía y teniendo en cuenta que no creo conocer a los sujetos de los que hablaban, pronto llegué a la conclusión de que no se trataba de unos individuos de fiar, parecía que daban más problemas de los que podrían solucionar. Daba la impresión de que las chicas lo sabían con total certeza y, sin embargo, allí estaban. Suspirando por una palabra que manase de ellos, por una mirada –por mínima que fuese- por un gesto que denotase que ellos no sólo conocían lo que ellas sentían sino que además lo compartían, aunque no hacía falta que llegasen a ese extremo, con tan solo prometer que beberían los mares por complacerlas era suficiente, aunque nunca fuesen a cumplirlo.

Aquello me dejó trastornado. Si bien con anterioridad habían hablado de que eran capaces de detectar cuando un hombre les mentía, ahora hablaban de la necesidad de que otros lo hiciesen. No pedían explicaciones al tragar el humo de sus cigarrillos si aquello significaba pasar unos minutos juntos, a solas.

Llegados a ese punto de la conversación me levanté y me fui. Estoy acostumbrado a tratar con humanos un tanto caóticos, que en algunos casos demuestra que actúan sin pensar en las consecuencias por el simple placer de caminar… pero aquello me pareció suficiente. Suspirar por aquello que roza los límites de lo irracional, de lo que resulta dañino no hace sino demostrarme que la especie que, supuestamente, reina sobre las otras no es capaz de salvarse a sí misma. Los su estupidez no tiene fin. 

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